Jacinto se va de su tierra, la que le vio nacer,
donde aprendió, de su padre, a trabajar la tierra;
dejó el arado, la yunta, sus hijos y la mujer,
se va, sin saber realmente, lo que le espera.
Boleto de autobús lujoso en mano, comprado fiado,
viajará sin escalas, se va con rumbo a Matamoros,
se va con Demetrio, uno de sus tres cuñados,
irán sin maletas, sin carga, no quieren estorbos.
Falta un cuarto para que suenen ya las doce,
se encuentran listos en la central camionera,
de frente a su autobús, el especial de medianoche,
donde la bienvenida les da una edecán coqueta.
-¡Jacinto, cuídate por Dios!-, le dice su mujer,
con la mirada mojada de abundantes lágrimas.
-No te preocupes, Lupe, volveré-, le dice él,
mientras le da la bendición a su hijo, Dimas.
Abrazos y besos, recomendaciones y algunos consejos,
se abre la puerta del autobús y Jacinto llora.
Se va de México, a Estados Unidos, tan lejos...
De la emoción, se desmaya su hermanita Lola.
¿Cuántos Jacintos y Demetrios más así se irán?
Nadie lo sabe, claro. No todos se van a las doce,
pero muchos, como ellos, inevitablemente partirán,
sin importarles mucho, el especial de medianoche.
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